5/10/08
¡Pau, pau ró, pau ró, pau ró, pau, pau ró, pau ró, chís!
En Pau (Pó) estaba Benoit, el agente francés que nos había conseguido las tocadas en su país y con quien tuvimos un altercado a la distancia porque varios de los términos de la organización no habían quedado claros. Hasta llegar a esta ciudad del sur francés no lo habíamos conocido porque en el concierto previo que él nos organizó, en Olargues, no estuvo presente, de modo que, a pesar de que las rencillas se habían limado también a la distancia cuando el toque de Olargues terminó siendo un éxito y él se encargó de resolver los problemas de logística que aparecieron en el camino, todavía faltaba eso de topárselo de frente, en persona, y tener que tragarnos todas las blasfemias que lanzamos en su nombre ante su buen comportamiento, o tener que ya de plano soltárselas en la cara. Pero fue lo primero, porque tras esa pinta de tatuador excéntrico y hardcorero andaba un afelpado padre de familia que a punto estaba de ver nacer a su segundo hijo. Y con eso en la cabeza poco tiempo y ganas tenía para andar pensando siquiera en complicarse la vida con 10 mozuelos latinos. Así que con su experiencia siendo agente de Karamelo Santo, Panteón Rococó y Desorden Público, tuvo todo perfectamente listo para nuestra estadía en esa linda ciudad. Ahora, cuando salta la contestadora en el teléfono de Benoit, se presenta como booking agent de las bandas mencionadas y de la nuestra, así nomás, el atrevido.
Pau queda en la zona conocida como la Occitania, una región que corresponde en su mayor extensión al Mediodía francés (Midi), si bien comprende también el Valle de Arán en Cataluña (España) y algunos valles alpinos llamados Valles Occitanos del Piamonte (Italia). Ahí se habla el occitano, una lengua que está compuesta a grandes rasgos por tres grupos dialectales: gascón, occitano meridional : languedociano y provenzal, y nord-occitano : limosín, auvernense, vivaroalpino (Wikipedia dixit). Lo que sea, la cosa es que hablado suena a una mezcla relativamente fácil de distinguir entre el francés y el español. Como todo ahí, porque lo rico es el sincretismo cultural palpable a todas luces, en el vestido (se usa boina y pañuelo al cuello como en el País Vasco y saquitos a rayas como en la Bretagna francesa), en la alimentación (se come paella), y en las más expresivas y populares manifestaciones culturales, como en la música y el baile: acordeones, flautas, guitarras, mandolinas; coreografías circulares de un baile zapateado y otras que juntan a parejas de todas las edades en un vaivén bien definido de pasitos simpáticos.
Por ahí la cosa, tomándose el espacio público de la plaza frente a la alcaldía de la ciudad, con kioskos de ventas improvisados junto a las bancas e hileras de banderines coloridos colgados de extremo a extremo entre los árboles. Como una feria de pueblo, sin fritangas ni tecnocumbia ni paneles de tiro al blanco, pero con paella de 10 euros el plato, con música tradicional occitana y como distracciones más manjares, sólidos y líquidos, con un promedio calórico altamente colesteril (licencia lingüística completamente arbitraria e inventada este momento).
Decir para este punto que en el concierto nos fue excelente, una vez más –modestia a un lado-, parecería ya redundante, aunque no menos cierto. Es que al ser el último, estábamos dispuestos a dejar el alma en el piso y en el aire todo el vaho de la sudoración evaporada. Cerramos la noche más importante del festival tras un despliegue caluroso de fuegos de artificio con vaca loca incluida (digamos que una versión occitana de la nuestra, o quien sabe si es al revés), y aunque a la mañana siguiente todavía hubo conciertos, por tradición se toma a la noche del sábado como la clausura oficial.
Y ahí nosotros, en el Hestiv´oc Festival, canchereando con la maña de 14 conciertos previos y la garra puesta sobre los últimos minutos. Como un gran púgil que se sabe ganador pero que no quiere por ello quitarle perlas al espectáculo.
El gran pasaje de la noche fue la repentina, realmente repentina y para todos sorpresiva intervención espontánea de The Shadow interpretando solito, guitarra rasgada, un tema tradicional de la chanson francesa llamada La mauvaise reputation que hizo popular el cantautor George Brassans. Shadito la aprendió en una de sus clases de francés mientras cursaba la universidad, y como perdió el módulo a medio camino, alcanzó solamente a tragar las dos primeras estrofas, lo cual fue suficiente para desatar la histeria del personal congregado en Pau a la media noche de ese inolvidable 24 de agosto de 2008.
Gran cierre de la gira. Sueño cumplido con esplendor. Permítannos decirlo así, dejando los resguardos a un lado. Tenemos los pies anclados en la arena, pero las ganas de vivir el festejo sin guardarnos las palabras.
Las puertas quedaron abiertas para un regreso próximo y un reencuentro con esas almas y esas canchas que se quedaron con un poco de nosotros, y que nos permitieron guardar las tomas instantáneas de sus sonrisas. Ojalá se nos de, para el bien de todos, para el disfrute pleno de una vida que nos esforzamos por vivirla así.
Hasta pronto. Y gracias por venir.
1/10/08
Paris, je t´aime
Lo siguiente fue una paradita en Paris, una paradita corta, una vuelta colectiva nocturna por la torre y una dormida en otro hotel Formule 1, pero en plena ciudad de las luces, uno inmenso, de 10 pisos y con ascensor.
Al siguiente día, libre hasta las 4 pm para que cada uno fuera a visitar lo que quisiera. Llovía en Paris, fuerte y constantemente, lo que no ayudó a que el paseo transcurriera puertas afuera, así que algunos optamos por pasar las horas en un museo o en un cementerio imaginando las cenizas del Lagarto. Ah, pero eso es abierto. Entonces, el que fue, se mojó.
Aquí unos cuantos recuerdos.
Agüita e´colonia, yo tengo que beber
(La catedral gótica de Colonia, la única edificación que quedó en pie luego de que un bombardeo de los aliados durante la Segunda Guerra Mundial redujo la ciudad a escombros)
En las fotos de su sitio web el Sonic Ballroom parecía más grande, de ahí las expectativas que nos habíamos creado. El nombre también sonaba entre rimbombante y estrafalario, se me hacía una de las huecas precisas de la ciudad, pero al llegar a Colonia, en Alemania, y darnos cuenta de que nada se ajustaba a su apariencia, me puse a pensar en qué podría pensar un alemán, por ejemplo, si oyera nombrar La Bunga. Pura curiosidad.La misma dosis: reconocimiento del lugar y lista de carencias y existencias. Para este caso, como en otros pasados en este mismo periplo, el bar no se iba a encargar de conseguir las congas para este servidor pudiera participar, pero en medio trayecto por fortuna escribió al myspace de la banda una chica, en un principio aparentemente ecuatoriana residente allá, que se ofreció a colaborarnos con lo que necesitáramos. Es así que La Carne, ágilmente, le chanta lo de las congas y ella, más sagazmente todavía, las consigue y nos ofrece llevárnoslas al lugar de los hechos para cuando estuviéramos en medio de la prueba de sonido. Y así fue, tal cual, cumplida y puntual, entra la chica por la puerta del bar cuando aún no oscurecía en Alemania, y al enfocar bien yo mi mirada medio nublosa por aquello de la conjuntivitis andina, resulta que me topo de frente con mi amiga Liz Rueda, la misma a quien yo conocí como una estudiante de colegio pelucón en Quito, colombiana de nacimiento, pero (tal vez no debería usar el pero para que lo siguiente no parezca un contrapunto) que ahora vive en una de las ciudades más viejas de Europa, está casada con un alemán, carga guagua bermejo y maneja un Mercedes Benz larguetón. La vida te da sorpresas.
Por lo demás, el bar era bastante pequeño, oscuro, con el piso pringado de un negro seboso de suela e´caucho y un notorio bajo entusiasmo por las ardides de la decoración. Es que el Sonic Ballroom está en la onda punk multicultural-activista-vegetariana-relajo y show, aquella más abierta que cerrada a las propuestas diversas y no de la que solo encaja con los de cresta. Más de la que vacila la actitud antes que la apariencia, incluyendo en ello el ornato del lugar con su rojo opaco en las paredes, el escenario de uno y medio por tres, las botellas de cerveza tiradas en el piso y tras la barra un cantinero que apenas parece sonreir cuando expulsa el humo de su cigarro haciendo un puchero hacia la derecha de la cara. Como Popeye. ¡Ah!, y para él un monitor anciano de televisión que replica lo que pasa sobre el escenario a través de una ojo de águila camuflada entre el cableado eléctrico. Es que el pobre Popeye atiende la barra mirando hacia la calle. ¡Ah!, y la consola de 10 canales colgada sobre la pared frente al escenario. Colgada, en paralelo con la pared, verticalmente, no acostada en horizontal sobre una mesa como se acostumbra entre nosotros los occidentales, y encima a dos metros quince desde el piso, a la altura de un holandés de nueva generación, ni siquiera a la de un alemán promedio, de modo que Keanu Rivas, nuestro ingeniero de sonido tuvo que arreglárselas parado en una silla de latón. Y se las arregló bien, como todos, porque a pesar de que tuvimos que apiñarnos en ese escenario minúsculo nos divertimos como siempre, aunque sin movernos mucho, sin bailarle tanto a la cumbia ni zapatearle mucho al ska, pero como eso del entusiasmo también se transmite con el buen ánimo, el toque preciso y no solo con los movimientos del cuerpo, el público, que llenó la casa, se fue de fiesta con nosotros.
Y entre esas decenas de cabezas resaltaban algunas rubias: una, la de un tipo que desde la barra donde atendía Popeye gritaba algo que sonaba a reclamo iracundo pero que en alemán quería transmitir el goce y el pedido de más, atravesado todo, por supuesto, por unas siete cervezas y una dosis de talco afgano que le pusieron inquieto sobre el taburete, como cuando se está con flojera y se amaga haciéndose uno el que se acomoda. Pero más interesantes eran las melenas blondas de un grupazo de seis o siete muchachonas que al ver anunciada en una revista cultural la agenda del Sonic Ballroom, en la que se incluía la presentación de una banda de “ska latino”, fueron a vernos tocar sin siquiera haber curioseado algo nuestro en la internet, y terminaron departiendo con algunos de nosotros la sobremesa del concierto justo encima de donde fue presentado. Porque, una vez más, como pasó en Amberes, Bélgica, la practicidad de los dueños de este bar les llevó a acondicionar el piso superior al bar con cuartos, baños, sala de estar, cocina y baños para ahí acoger a las bandas que van de paso. Y si están de gira es porque se quedan ahí a dormir. Y si eso es así, es porque las bandas que giran van allá a tocar, y lo hacen porque, a pesar de que no es como muestran las fotos, el bar tiene su gracia, su interés y su nicho dentro de ese mercado amplio, variado e indefinible que, aunque así, para no hacerse líos se reconoce como alternativo. Alternativo Popeye y su gesto arisco al fumar. Alternativo el rubio viejo que andaba con los cable cruzados gritando desde su esquina turbia. Alternativas las muchachonas blondas que tampoco lo eran tanto porque no quisieron alternar sus costumbres habituales (y sus compromisos corrientes) y por eso no accedieron a departir la noche completa con algunos de nosotros y nos dejaron con los churos hechos, especialmente a La Carne, tiesos y abultados, a pesar de haber puesto en juego toda su experiencia en eso que una mente superior, militante-fundadora del Shadismo, alguna vez denominó el germanosexo.
Así, con la noche en tregua, no quedó otra que dormir temprano y semiconscientes para, a la mañana siguiente, salir unas horas a disfrutar de la ciudad donde queda una de las universidades más antiguas de Europa y cuya facultad de Economía es reputada a nivel mundial. (Trivia: ahí estudio el economista Alberto Acosta).
Pd: solo aquí vine a enterarme (al menos yo, porque otros ya lo sabían) que la mismísima agua de colonia (eau de cologne) le debe su nombre y fama a la ciudad donde fue inventada, en realidad como un agua de toilette (eau de toilette), o sea, con tan solo un 5 % de compuestos aromáticos.
Ya decía yo, porqué será que hay tanta publicidad de 4711 en Colonia como de la que dice Elíxir de Jaime Enrique Aymara, en Sangolquí (y eso es en serio, ah, el Cholero tiene su sígueme-sígueme con código del Registro Sanitario y todo. Me contaron las buenas lenguas que Gilmar Gutiérrez está por lanzar el suyo)
24/9/08
De Turnhout, con amor
Volvimos al centro de operaciones en Weelde para de ahí salir al último de los conciertos que daríamos en Bélgica. Era otro de esos pequeños organizado por la mano ágil de nuestro booking agent belga. Fue en Turnhout, de los varios pueblos pequeños que se extienden juntos en una mínima extensión de territorio, uno de los grandes. O sea, ya parece ciudad. Tiene una pequeña feria de atracciones y una zona de diversión nocturna con algunos bares y restaurantes. Nosotros tocamos ahí, en el bar WirWar Sommer, un domingo a media tarde, por el cumpleaños del dueño del lugar, un tipo simpático que nos trató bien durante las horas previas al momento acordado para el concierto. Nos ofreció un restaurante italiano para que almorzáramos lo que quisiéramos. Y por lo mismo se produjo un altercado.
Tan bien que estábamos departiendo en la sobremesa, luego de haber aniquilado 11 platos de pastas y pizzas variadas, tan bien… tanto que se nos olvidó -o tal vez se hizo caso omiso conciente- de que aún faltaba por traer, desde el albergue en Weelde, el amplificador de bajo que nos habían prestado para tocar en ese concierto. La cosa es que ya tarde, una comitiva de alto vuelo salió para realizar la gestión, pero como en esa zona los vericuetos de carretera sobran, se perdieron a pesar de ir pidiéndole instrucciones al GPS. El dueño del bar, que a pesar de estar de cumpleaños y disfrutando con sus amigos, cambió de actitud con nosotros –y con razón- y anticipó no pagarnos lo acordado si no nos presentábamos a la hora prevista. El asunto se puso complicado, tenso y, por primera vez en la gira, nos vimos obligados a desarrollar un plan de contingencia no previsto. Tras una discusión casi acalorada sobre la conveniencia de subirnos o no con la alineación incompleta, decidimos hacerlo, poniendo al multifacético y talentoso William Isaías a cargo del bajo, que se amplificaría directamente desde la consola. No obstante, aún había un inconveniente: William solo podría aguantar en ese cargo lo que duraran tres canciones, que es lo que sus aptitudes musicales, por más extensas que son, contemplan al mando de las cuerdas gordas.
Así empezó el concierto, con alargamientos arbitrarios en las cumbias iniciales para hacer tiempo mientras llegaba El Cadáver con su amplificador. También faltaba El Coqueto del trombón, pero ahí estaba La Carne con el otro, para hacer suficiente presencia.
Al cabo de tres temas y unas cuantas elocuciones simpáticas de The Shadow para entusiasmar a la gente y, sobre todo, para quemar tiempo, llegó El cadáver cargando el amplificador sobre su espalda doliente. Pero el bajo ya estaba sonando, de modo que el amplificador quedó en el piso, El cadáver se calzó su instrumento y William pasó a su teclado. El viaje y el retraso no sirvieron de nada, y encima nos pusimos en riesgo. Nadie entendió lo que pasó. O, mejor dicho, sí entendimos, pero nos hicimos los giles para no alterar la armonía que bastante bien habíamos mantenido hasta ese momento. Y eso que ya llevábamos rato en el viaje.
Transcurrió el concierto con un buen enganche de ese público que salió de fiesta un domingo por la tarde, y con el realce de ver, por una lado, al Wantán, que todavía nos acompañaba, tratando de lograr cercanía con una veterana colorada que llevaba una camiseta de Galápagos y, por otro, a las “hermanitas desgracia” , las que habíamos conocido en aquél legendario concierto en el restaurante San Severia, aquellas que eran las únicas por debajo del medio siglo de edad, carilargas porque dizque no les parábamos bola.
Al, final, reconciliación con ellas, una caja de dos pisos de chocolates que nos regalaron envuelta en papel de regalo y con una tarjeta que en español decía: de las hermanas de Bélgica, con amor.
Además, un paseo por la feria de atracciones de la ciudad –con juegos mecánicos incluidos, invitados por ellas- y la definitiva incitación, debido al comportamiento de la mayor, la más rarita, a componer un tema que seguramente se llamará “La Loca de Turnhout” (detalle que ya había comentado en un post anterior). Ah, y el Wantán que al final lo logró con la veterana de la camiseta de Galápagos. Se llamaba Mariana, era alemana y no era lesbiana, como parecía.
Tan bien que estábamos departiendo en la sobremesa, luego de haber aniquilado 11 platos de pastas y pizzas variadas, tan bien… tanto que se nos olvidó -o tal vez se hizo caso omiso conciente- de que aún faltaba por traer, desde el albergue en Weelde, el amplificador de bajo que nos habían prestado para tocar en ese concierto. La cosa es que ya tarde, una comitiva de alto vuelo salió para realizar la gestión, pero como en esa zona los vericuetos de carretera sobran, se perdieron a pesar de ir pidiéndole instrucciones al GPS. El dueño del bar, que a pesar de estar de cumpleaños y disfrutando con sus amigos, cambió de actitud con nosotros –y con razón- y anticipó no pagarnos lo acordado si no nos presentábamos a la hora prevista. El asunto se puso complicado, tenso y, por primera vez en la gira, nos vimos obligados a desarrollar un plan de contingencia no previsto. Tras una discusión casi acalorada sobre la conveniencia de subirnos o no con la alineación incompleta, decidimos hacerlo, poniendo al multifacético y talentoso William Isaías a cargo del bajo, que se amplificaría directamente desde la consola. No obstante, aún había un inconveniente: William solo podría aguantar en ese cargo lo que duraran tres canciones, que es lo que sus aptitudes musicales, por más extensas que son, contemplan al mando de las cuerdas gordas.
Así empezó el concierto, con alargamientos arbitrarios en las cumbias iniciales para hacer tiempo mientras llegaba El Cadáver con su amplificador. También faltaba El Coqueto del trombón, pero ahí estaba La Carne con el otro, para hacer suficiente presencia.
Al cabo de tres temas y unas cuantas elocuciones simpáticas de The Shadow para entusiasmar a la gente y, sobre todo, para quemar tiempo, llegó El cadáver cargando el amplificador sobre su espalda doliente. Pero el bajo ya estaba sonando, de modo que el amplificador quedó en el piso, El cadáver se calzó su instrumento y William pasó a su teclado. El viaje y el retraso no sirvieron de nada, y encima nos pusimos en riesgo. Nadie entendió lo que pasó. O, mejor dicho, sí entendimos, pero nos hicimos los giles para no alterar la armonía que bastante bien habíamos mantenido hasta ese momento. Y eso que ya llevábamos rato en el viaje.
Transcurrió el concierto con un buen enganche de ese público que salió de fiesta un domingo por la tarde, y con el realce de ver, por una lado, al Wantán, que todavía nos acompañaba, tratando de lograr cercanía con una veterana colorada que llevaba una camiseta de Galápagos y, por otro, a las “hermanitas desgracia” , las que habíamos conocido en aquél legendario concierto en el restaurante San Severia, aquellas que eran las únicas por debajo del medio siglo de edad, carilargas porque dizque no les parábamos bola.
Al, final, reconciliación con ellas, una caja de dos pisos de chocolates que nos regalaron envuelta en papel de regalo y con una tarjeta que en español decía: de las hermanas de Bélgica, con amor.
Además, un paseo por la feria de atracciones de la ciudad –con juegos mecánicos incluidos, invitados por ellas- y la definitiva incitación, debido al comportamiento de la mayor, la más rarita, a componer un tema que seguramente se llamará “La Loca de Turnhout” (detalle que ya había comentado en un post anterior). Ah, y el Wantán que al final lo logró con la veterana de la camiseta de Galápagos. Se llamaba Mariana, era alemana y no era lesbiana, como parecía.
23/9/08
Polé Polé, ¡Y olé!
(Apartado)
Empiezo este post contando el desenlace de una historia ya anticipada porque… porque ya es hora. Había hablado de que mi ojo afilado pudo captar a la distancia próxima una plantación de cannabis al borde de una carretera en el sur de Francia. Era una tarde en su declive, con el sol penetrando en delgados filamentos por los espacios que dejaban los copos de nubes. Paramos, metimos manos llenas y nos la llevamos en los bolsillos. La gente que pasaba en sus vehículos a nuestro lado iba riéndose con más burla que pillería. No le dimos mucha bola al porqué, más bien nos apuramos para sacarle provecho al arca abierta. Ni pendejos.
Días después, tras haber esperado que el material secara –porque cuando lo tomamos estaba húmedo a pesar de contener cogollos de gran esplendor- ahogado en un sobre manila, otras veces puesto al sol sobre el tablero del Citroen Jumper, otras junto al calefactor de la casa de Zé Pequeño en ese frío Weelde, Bélgica flamenca, llegó el momento de darle trámite a la cosecha. Roll it up, hermano, y cuente qué tal la cosa. Pero, ¡naranjas!, nada que hiciera el menor efecto. Los más incrédulos llegaron a pensar que era una variedad de ortiga más no la planta de Jah, pero estaba claro que lo era, el asunto estaba en que los intentos por agarrar viada no dejaban más que carraspera y ardor en las gargantas ya dolidas. Y así pasaron las pruebas (o las probadas), una tras otra, hasta ver qué mismo. La terquedad nos llevó (a algunos, no a todos, libro de pecado a los que son, y a los que no, ellos saben quiénes son…quienes somos) a encender de a cinco en fila para saber qué estaba pasando, y aun así, niguas.
Lo que había sido el descubrimiento del paseo pasaba a ser la decepción del momento. El recuerdo de la generosa plantación de Francia quedaría para el mito de la gozosa juventud, “de cuando nos fuimos de gira por primera vez, ¿te acuerdas?”. Pero alguna explicación había que encontrarle, y en eso de andar comentando la anécdota con el que era y con el que no, de presentarme y ser presentado como el “ojo de águila del grupo” y entonces narrar el episodio con lujo de detalles, nos enteramos que en la zona del descubrimiento se acostumbra el sembrío de cannabis, sí, pero de una variedad para la producción de textiles, de esos que luego se venden hechos bolsos, pantalones y hasta billeteras en los mercados hipsters de las grandes ciudades, con la etiqueta de Organic Hemp. Solo entonces entendimos porqué la gente que nos vio cometer hurto se reía con sorna, meneando la cabeza como diciendo ¡pobres ilusos! Ni modo.
Sustancia
El Polé Polé Beach, en Zeebrugge, Bélgica, era el highlight de la gira. Había gran expectativa, le teníamos ganas, nos lo imaginábamos inmenso y esperábamos que llegara el momento de encararlo como se espera una final de fútbol a la que se sabe ya clasificado.
El cartel incluía duros del estilo durante todos los días de programación. En la jornada previa a nuestro concierto figuraban Karamelo Santo y Sargento García. En el nuestro, Mad Profesor, Rocola Bacalao y The Skatalites, en ese orden. Con semejante lista, cómo no nos lo íbamos a imaginar gigante al festival completo, pero más a nuestro día, a nuestro turno, justo antes de que la banda pionera de lo que Jamaica irrigó en el mundo entero acabara con la edición 2008.
El cupo nos lo consiguió Zé Pequeño, logrando de por medio una muy interesante negociación económica. Como Zeebrugge queda un poco lejos de Weelde (lejos en Bélgica significa hora y media de recorrido en auto), donde hacíamos cuartel de operaciones, el trato con el festival incluía hospedaje en un hotel de la localidad para no tener que regresar a nuestro albergue. La mayoría de habitaciones asignadas fueron para dos personas, con excepción de la mía, en el subsuelo del hotel, que era una especie de suite con capacidad oficial para tres: La Carne Seca, Wantán Frito y su servilleta. Había televisión de pantalla plana (ahí vimos cómo el atleta jamaiquino, Usain Bolt, destrozó a sus rivales y se llevó el oro en los 100 metros tras romper el récord… y eso que se sobró y redujo la velocidad antes de cruzar la línea), mesa de comedor, minibar, cafetera y tres camas, pero espacio y colchones para que habitaran 10 personas. Lo mejor es que tenía acceso independiente de la puerta principal del hotel. Como para no dejar huellas. Como para salir y entrar por la ventana. Como para poder decir yo no fui. O, yo no queríiiia…
Inmediatamente supimos que ahí mismito sería el relajo pre, post y ultra.
Nos concentramos en ese cuarto, para definir la estrategia: repertorio de canciones, cámaras de video y fotos en puntos estratégicos, actitud sobre el escenario, palabras más, palabras menos, español, inglés, breves elocuciones en flamenco, palmaditas en la espalda, alistamiento de cachina y show.
Nos dirigimos hacia el lugar del festival, sobre la mismísima arena de una playa poco calurosa y algo tenue de colores, pero playa al fin y al cabo. Descargamos las camionetas y dirigimos todo el equipo hacia el camerino, carpas blancas suficientemente acondicionadas con mobiliario adentro, toallas blancas y hasta un espejo de cuerpo entero para agarrarse las fallas. Sobre una de las hojas blancas de la lona de la carpa, una hoja impresa decía Rocola Bacalao. En la de la izquierda Rootical transformation, y en la de la derecha The Skatalites, pegadita a la nuestra. Rastamen a los costados, esperando todos sus turnos.
Nosotros, hicimos tiempo cenando una especie de menestra de espinaca con un pescado blanco tipo corvina, y arroz semi duro. Raro, pero interesante y rasante en lo sabroso.
Para alivianar la carga fuimos entre el público a ver cómo mismo era el show de Mad Profesor, y en eso nos topamos con una pequeña desilusión (al menos yo). Para empezar, lo imaginaba rasta, enigmático, con los ojos volátiles, hablándole al cielo mientras cantaba, pero no, parecía un auténtico profesor bonachón, risueño, con los ojos abiertotes y sin ninguna pose para el canto, de hecho, no canta. Pero, en todo caso, eso es lo de menos. Lo que más me intrigó fue darme cuenta de que el colega no toca con banda, lo de él es un Live Show, como bien estaba anticipado. Él y una consola con la que hace uno que otro truco, tipo delays y sampleos, a la vez que dos compañeros suyos se cuelgan del micrófono, uno para hacer de incentivador de la audiencia y otra para cantar verdaderamente y ponerle al Live Show el toque orgánico.
Antes de que el Profesor acabara su show, nos reunimos de nuevo en el camerino. Esa era la consigna. Como todo había quedado planificado, quedaba calentar el cuerpo, las gargantas y los huevos para saltar, a las 20h30 en punto, a ver cuánto se podía destrozar el escenario. Vodka polaco y una media de Norteño de por medio, nos llegó el turno, pero antes, un par de retratos a cargo de Wantán en mero camerino para inmortalizar la previa.
El escenario era inmenso, a los colegas se los sentía distantes, aunque solo en presencia, porque con el excelente monitoreo logrado por el ingeniero de tarima, a los instrumentos se los tenía cerquita.
Gran trabajo el del equipo de escenario, un stage manager y sus asistentes al completo servicio de una banda a la que jamás habían escuchado, pero con la que agarraron buena onda porque notaron que el esfuerzo de nuestro lado iba sin poses y con la autogestión en todo sentido como carta de presentación. Aunque sí tramamos una jugada para otorgarnos caché de banda con personal de asistencia: en el Festivaloche, de Olargues, Francia, a casi todos nosotros nos regalaron unas camisetas negras con el logo del festival, entonces Shadito Mendieta, El Pollo y William Isaías, encargados de montar el escenario debido a su sapiencia técnica, se calzaron las camisetas negras y fungieron de roadies de la Rocola. Independientemente de si alguien notó que luego los mismos personajes eran los que estaban tocando, o de si ni siquiera prestaron atención a los momentos previos al show, los compañeros del amague salieron luego vistiendo sus cachinas reservadas para la ocasión: Shadito de punto en blanco, con guayabera de Nebot; William con camiseta grooviante y sombrero de Justin Timberlake, y El Pollo… creo que se calzó su cábala, la del jardinero Mark McGuire. Recordemos que el pana viene from San Diego, Califoooornia!
Para cuando nos instalamos en el escenario había no menos de 10 mil personas, desperdigadas hacia el fondo del recinto y hacia los costados del escenario, tomando un trago donde la colorada Lynn o bailando reggeatón en alguna de las carpas con DJ. Frente a nosotros, esperando el inicio del concierto, siquiera la mitad del total.
El personal presente, mayormente adulto temprano, le metió duro al guaro desde temprano y por eso y porque nuestro repertorio saltó explosivo de entrada, no tardó en engancharse con la música y con nosotros mismos para hacernos soltar todas las expectativas bien creadas en un show inolvidable.
A medio concierto, cuando ya todo estaba ganado, a Shadito se le ocurre la brillante idea de invitar a bailar sobre el escenario a las chicas que se atrevieran a templarse La Cumbia del Hot Dog. La reacción fue tímida, pero entonces me salgo de mi corral de percusiones y me planto al filo del escenario para estirar la mano y ver quién se me prendía. Y de pronto, de una en una, de dos en dos, por mi costado y por el otro, ayudadas por sus propios novios, al menos unas 40 damitas, jovencitas, gozosas, prendidas, se subieron a la tarima y se quedaron de largo.
Ocuparon todo el tablado, armaron una fiesta verdadera, se tomaron nuestras cervezas y agarraron las serpentinas que teníamos por ahí como parafernalia de show y se la lanzaron sobre ellas mismas, embebidas en el festejo. Nosotros, mientras tanto, tocábamos, bailábamos y tanteábamos. El escenario llenito empezó a crujir, eran los cables de los instrumentos que parecían desconectarse con el vaivén de los bailadores. Los amigos de la producción se tomaban la cabeza como diciendo, fuck, this is crazy! Desde el frente, Keanu Rivas observaba encantado, envidiando el desmadre. Al final, las chicas se bajaron agradecidas, guiñando el ojo para dejar tendida la cita: “abajo nos vemos”.
Nosotros, exaltados, crecidos, embalados. Un roadie del equipo local pasa al lado mío meneando su cabeza y respirando ondo, con los ojos saltones y algo fruncidos, y me dice, fuck man, that´s not the way we do it here. You should, nomás le dije.
El concierto acabó apoteósico. La gente pedía más y quienes estuvieron al principio replegados en los costados terminaron aplaudiendo duro con el tumulto central. Una bulla inmensa recubrió la venia agradecida y sincera que le ofrendamos al público como despedida. Pero con las bailarinas de primera fila el contacto visual se mantuvo… y prosperó.
Al final, tras el escenario, en lo que sacábamos los equipos y seguíamos felicitándonos por la buena fiesta, se parquea la buseta que traía a los Skatalites desde los camerinos. En la rampa de acceso nos encontramos, primero con los más jóvenes, que por ser tales subían más rápidamente la rampa para calentar tras el escenario, y tras ellos vinieron los pocos veteranos que quedan de la formación original, caminando quedito, con bufandas en el cuello en esa playa tibia. Fotos con algunos y con Lester Sterling, el abuelito sabio de la barba blanca y el saxo alto, abrazos y emociones. Amazing sound!, nos dijo. Yo lo escuché, me consta, y me encantó. Más tarde, compartiendo un ron en las rocas con La Carne Seca, mientras la gente en la carpa bailaba un poco de house, el mismo Sterling hizo fuerza en su índice derecho y, clavándole tres veces en el esternón a La Carne, en ese esternón de hueso y pellejo, le dijo: you are the next ones, y La Carne casi llora.
Yo no lo escuché, pero a veces me gusta proyectar lejos los sueños.
(Trivia)
En efecto, mi cuarto/suite sirvió para el desastre posterior. Lo más cercano a un backstage de los duros del pueblo. Muertos y heridos. El que no cayó, resbaló, a conciencia y con gusto. Recordaremos para siempre al “loco de Zeebrugge”; a las quinceañeras envalentonadas; a los que aprendieron a maniobrar la moral, y a la “Chisguete”, tan cuerda, la pobre.
8/9/08
Buena gente la de Gent
Volvimos, una vez más, a Bélgica. Para todos estos ires y venires hicimos centro de operaciones en un pequeño pueblo llamado Weelde, donde Zé Pequeño, nuestro booking agent, nació, creció y aprendió a ordeñar vacas.
Debido a que en algún momento de la historia más reciente, esa zona fronteriza con Holanda se volvió destino turístico de jóvenes estudiantes, Zé Pequeño propuso a su familia instalar en su granja una especie de albergue de corta estancia para los viajeros. Lo hicieron, en un cuarto grande, como un galpón de ladrillo visto, metieron varias camas literas y otras cuantas sencillas, habilitaron tres duchas, dos inodoros y nueve lavabos. El hospedaje funcionó bien un tiempo, pero luego el internes turístico por esa zona decreció y el albergue salió de funcionamiento, hasta que hace poco, durante cuatro noches de agosto de 2008, el lugar fue sacudido de polvo y ocupado por 10 ecuatorianos que andábamos girando con nuestra música por Europa Occidental. Entonces, desde ahí salíamos hacia los conciertos pequeños en los pueblos cercanos y por la noche volvíamos a descansar, a veces con las manos llenas, y la mayoría de las veces con el estómago vacío. Hubo un par de ocasiones en las que, por la distancia de los lugares donde tocaríamos, Zé Pequeño prefirió solicitar hospedaje local para no tener que volver a la Funny Farm, nombre que le otorgué al lugar que acabo de comentar, en honor a un legendario hostal para la vida acelerada que queda en Interlaken, Suiza, donde alguna vez tuve la oportunidad de pasar 16 desquiciados días de mi juventud tardía.
Una de esas salidas sin regreso al albergue fue la que hicimos hacia Gent, una de las ciudades grandes de Bélgica, universitaria, sofisticada, bonita a los ojos y al ánimo, sobre todo por su gente cordial. El concierto era en un festival pequeño, organizado por un grupo de entusiastas de la música, melómanos empedernidos y vinculados al manejo y promoción de bandas. Ese sábado por la tarde la ciudad lucía vacía, al menos desde su entrada hacia el centro, donde ya la gente aparecía concentrada porque, según nos explicaron, en ese momento de agosto la mayoría sale de vacaciones y la que se queda circula por el epicentro del movimiento de bares, restaurantes, parques y eventos al aire libre.
El Patersholfeesten era uno de eso eventos y duraba cuatro días. El habernos ubicado al tercero de ellos, o sea, el sábado, era un gran deferencia de parte de la organización porque nos aseguraría la que sería la mayor cantidad de público de las jornadas.
Uno siente cuando el desarrollo se lo lleva bajo estrés, cuando el montaje de escenario y la prueba de sonido parecen una piedra en el zapato para la organización, pero en este caso ningún momento se acercó siquiera a la incomodidad. Los jóvenes a cargo, jóvenes tanto como nosotros, desplegaron su buen oficio a nuestras necesidades y se encargaron de que nos sintiéramos lo más cómodos antes de tocar. Fue así sobre el escenario y desde la cabina de controles, donde Keanu entabló buena amistad con el encargado de la parte técnica. Nosotros, mientras tanto, agarramos confianza con el personal de tarima que nos otorgó un setting de lo más agradable para sus recursos.
Luego de haber cenado un display variado de comida turca en el restaurante Ankara, nos llegó el turno de presentarnos. Había bastante gente pero replegada hacia los costados. El festival se desarrollaba en una plaza pequeña, esquinera, en la conjunción de dos calles con fuerte movimiento de gente, comercio y rumba, hagámonos la idea de que se trataba de la Plaza Foch.
Empezamos y la gente respondió con aplausos, pero sin acercare a la tarima ni prenderse con el baile. Fue la vez en que noté más entusiasmo de The Shadow para invitar a los asistentes a darnos un poco de calor. “Give us some love”, les decía, “We are a family now”. La gente respondía con risas y más aplausos, pero aún sin concentrarse en el centro de la plaza. Siguió el toque con buen entusiasmo de nuestra parte, y de pronto se vino el punto de quiebre que dio fin a la distancia que todavía se marcaba con la gente. Una turba de borrachos que venía de celebrar una despedidad de soltero de uno de ellos fue a dar a la plaza y se encontró con el concierto. Embalados como estaban, tomaron primera fila y desataron, ipso facto, el desmadre. Inauguraron el slam mostrando una suerte de violencia naïf que los dejaba como los estudiantes serios que encontraron una buena excusa para, en el fin de semana, dejar salir las represiones guardadas de lunes a viernes. Y haciéndolo nos ayudaron un montón. La gente que permanecía replegada se sumó al desate y en un momento la plaza entera, llena, se volvió una fiesta inmensa.
La gente se la bailó de largo y pidió más –por las buenas-, pero nosotros acabamos con nuestro tiempo y debíamos dejar el escenario para la presentación de la siguiente banda y el cierre de la noche: Speedball Jr., surf rock, punk, rock and roll de copetines engomados, nenas de vestidos groove is in the heart y una bailarina semidesnuda que ayudaba a distender el potente pero a ratos monocromático sonido de la banda.
Les debemos la quebradura del hielo a la caterva de borrachines que asomaron a tiempo. Oportuno y gentil su comportamiento, lástima que al final, para que siguiéramos tocando, intentaron cometer cohecho ofreciéndole 10 euros a La Carne Seca para que les entregara un concierto privado con su trombón. Decían que en la despedida de soltero acababan de conocer una flaca cubana.
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