3/9/08

San Severia con la vista nublada

Se me hace que escribir mucho acerca de esta experiencia sería innecesario. Me dan ganas de ponerlo más en imágenes porque el escenario y la situación dan para un recuento visual exquisito. Solo queda decir que, desde mi punto de vista, ésta fue la tocada más bizarra de todas. Imaginémonos que Cumbayá fuera una zona industrial y que luego de tanto andar (y de casi hacer colapsar al GPS para dar con la dirección), llegamos a la esquina más desolada del reservorio donde se levanta un restaurante medio onda circo medio onda taberna del oeste gringo medio look feria de atracciones de un pueblo refundido de Arkansas. San Severia es su nombre, queda en Beerse, un minúsculo pueblito de la Bélgica flamenca. Es el restaurante donde Zjef, nuestro booking agent belga, trabaja como mesero durante el verano, así que no se le ocurrió mejor idea que montar un concierto ahí mismo. Ningún problema con eso. Lo extraño fue descubrir detalles sobre el acto. Por ejemplo, diría que el 80 por ciento de los clientes sobrepasaban los 50 años de edad y que al parecer suelen ir a ese lugar para procurarse una cena disipada, alejada de los ruidos y hasta de la joda de sus hijos (aunque sí hubo uno que otro infante correteando por ahí, tapándose los oídos cuando tocábamos y huyendo espantados por la macabra expresividad que le imprime La Carne al personaje que asume cuando se calza la máscara del Diablouma). Pero justo allá nos llevaron a tocar. Dije el 80 por ciento porque el 20 restante le otorgo a la mesa 10, famosa desde ese día y durante el resto de nuestra estadía en Bélgica, porque sus comensales resultaron volviéndose amigas, compartiéndonos las penurias más trágicas de sus vidas, compartiéndonos, a algunos, alguito más que eso y, más fructífero aún, incentivándonos a componer una canción basada en su psicótica manera de relacionarse con el mundo. Fue muy agradable conocerlas, nos regalaron una caja bien surtida de chocolates y nos llevaron a la feria de Turnhout para divertirnos en el Pulpo mecánico y en los carros chocones. Ahí descubrimos que las pseudomafias adolescentes de Turnhout basan su despreciable poderío en cuán malvados pueden mostrarse mientras conducen un carro chocón. Si lo haces con una sola mano, arrecho, pero si lo haces con una sola mano, y en la otra, que lleva un dedo entablillado, cargas una cerveza en lata y, para chocar a otro coche te montas sobre tu asiento y le metes presión al golpe haciendo fuerza con el cuerpo entero, como aplicándole una punteada agresiva al de adelante, ya te pasas de bacán.
Por cierto, parece que el tema inspirado por las amigas de la mesa 10 se llamará La loca de Turnhout.


(Esto es lo que hay. La entrada al fascinante mundo del San Severia Resto-bar)


(El barco -a la dercha-, fue construido por el dueño del restaurante, quien vive en el barco)



(El interior del restaurante con su alegórico estilo feria de distracciones)



(Keanu Rivas en los controles, y atrás, un kioskito de hamburguesas a la parrilla)


(El camping montado juntando las partes traseras de los dos autos, para matar el tiempo mientras llegaba la hora del toque)





(El niño espantado, tapándose los oídos)



(El panorama del concierto)


(El Coqueto, conquistando territorio en la mesa 10)



(The Shadow, ya con el terreno conquistado. Lástima que luego a las chicas de la mesa 10 su cara les recordara a la de un kosovar vinculado al tráfico de armas. Tan bien que le estaba yendo. Pero al final Andrei, el de las perillas, llevó la mejor parte)

2/9/08

Two thumbs up por el concierto (La dormida estuvo como el utrecht)

Esta historia es bien simpática. Resulta que Alegría, nombre bastante conservador y de plano inexacto para su verdadero espíritu, pues es de esas personas cuyo ánimo de vida, si se lo pudiera medir en bpm (como a una canción y, asumiendo que el espíritu del promedio de una persona común y corriente lleva la marca de 65 bpm, tal vez como una bosanova o un bolerito) irá por ahí entre los 140 y los 150, como un corte de doom metal o una pieza de trans sicodélico. Es así, la amiga es un solo embale, 24/7, los más jóvenes de la banda resolvieron compararla con el Jhonny Depp más maldito de todos, el de Fear and Loathing in Las Vegas. A veces uno ya no sabía cómo manejarle el ritmo.

(Alegría, living la vida cuerda)

Bueno, decía que Alegría, quien mejor debería llamarse Alferecía, Vehemencia, Ardor o ya de una Speed, o tal vez Speedy, para que suene delicado y glamour, es una de las miles de personas que desde hace años recibe la Sopita Semanal, ese boletín informativo, incitador y alegórico que, aunque sin firma, se sabe que lleva la impronta dicharachera de nuestro compañero, el Cadáver Moncagatta. Ella, seducida por la retórica fina del bajista, entró en contacto con él vía email y se ofreció, siempre generosamente, a ayudarnos en la organización de un concierto en Utrecht, Holanda, donde ella reside, por si alguuuuuuna vez la banda llegaba a vacilarse esas tierras bajas del occidente. La relación empezó a solidificarse tanto, en términos de amistad, valga la aclaración, que incluso cuando Alegría estuvo de vacaciones en Quito, allá por el año 2005, y coincidió que el Cadáver andaba tras las rejas de la retención de tránsito de la Cordero (las razones del porqué no son de interés público), ella fue a visitarlo y por primera vez ahí se vieron las caras (lo que pensó el uno del otro tampoco lo es).
En fin, así surgió ese contacto y llegó el día en que la Rocola anduvo por Europa y en su agenda incluyó un toque en el Bar ACU, de Utrecht, un espacio gestionado con el trabajo voluntario de algunos punks vegetarianos que un día se tomaron una casa del centro de la ciudad, la okuparon a su manera, habitaron los pisos superiores y en el primero instalaron un bar libertino y gozador, con comida vegetariana y bebidas sin hielo a precios accesibles para todo el público, y con un cuarto instalado específicamente para conciertos y fiestas de esas pendencieras, con humo y luces negras.


El espacio estaba ahí, Alegría había hecho las gestiones para conseguir el backline, la cena de la noche del concierto y la estadía (estadía -en esos términos- cuyos detalles nadie los sabía hasta que tuvo que experimentarlos).
Llegamos a Utrecht a eso de las seis de la tarde, nos pareció la primera ciudad europea, de las que habíamos visitado, realmente distinta, con una atmósfera arquitectónica de cuento romántico y con un estilo de vida distendido que se notaba a las anchas. Era, más que todo, el uso generalizado de la bicicleta lo que introducía en nuestra apreciación una idea diferente a lo vivido cotidianamente en nuestras urbes. El hecho de que las calles tengan dos carriles, uno en un solo sentido para los autos y otro para las bicicletas, respetadas y consideradas tanto como los autos y los peatones, marcaba una pauta difícil de relacionar con la realidad de Quito, donde el caos en el tránsito se ha convertido en el problema de mayor crecimiento en los últimos años, y donde apenas – aunque afortunadamente- hace unos dos, el uso de la bicicleta y la necesidad de obra pública para su adecuada circulación se ha insertado en la agenda de planificación municipal. A esto sumémosle las estampas en las que se aprecian a hombres y mujeres de toda edad y apariencia (no me meto con el tema de clases sociales porque en sociedades como esa el asunto se vuelve más difícil de dilucidar), mayoritariamente sobreponiéndose al metro setenta y cinco de estatura, conduciendo sus bicicletas con frescura, y definitivamente resolvamos decir que el panorama era por primera vez realmente distinto. Creo que nada de lo que habíamos visto en España, Francia, Bélgica y Alemania nos había provocado una sensación tal de distinción en la forma en que una sociedad circula, se maneja y se muestra ante los ojos de latinoamericanos como nosotros. Algunos volvimos a decir por décima vez “aquí sí viviría”.



Para la prueba de sonido tuvimos que armar absolutamente todo, incluso recuperar una batería que permanecía empolvándose en un altillo. En la gestión, un tom me cayó con el filo sobre la nuca y casi me la taja en dos. Por suerte he sido cabeza dura. Por suerte Alegría consiguió congas, mi martirio durante la gira en los conciertos pequeños, porque en los festivales no había que preocuparse por un backline incompleto.


Armamos, probamos sonido y nos instalamos a comer en medio de la pista, en una mesa que se armó con paneles que salieron de bajo el escenario. Comida vegetariana, vegan, para ser más exacto, nada de productos animales ni sus derivados, pura proteína, fibra y carbohidrato vegetal. Sabroso estuvo, solo hay que saber hacerlo y despojarse de prejuicios.


El concierto también estuvo sabroso, el local casi lleno salvo unos cuantos rincones pelados. El sitio fue copado por holandeses de corte punkero y ecuatorianos variaditos, confirmando aquello de que andamos en todos lados. Vino alguna gente desde Ámsterdam para vernos tocar y se regresaron a eso de las cinco de la mañana, luego del after party de rigor, justo cuando el metro empezaba a operar.


Lo de lo variadito de los paisanos fue realmente tal cual: un señor simpático de Riobamba, pintor, casado con una holandesa que se emocionó tanto con el toque que al final se puso a invitar cervezas al que era y al que no; otro compatriota latacungueño, músico bravo que se ha juntado con algunos latinos por allá y ahora anda tocando en bares “algo como una fusión latina”. También asomaron estudiantes de postgrado que dejaron por un rato la formalidad a un lado y se sacudieron con el chaca-chaca de nuestra guitarra. Ah, y una parejita de hermanas tumbaquenses, joyas, divas, que hablaban tan a la quiteña que cuando acaparaban la charla y hacían suya la tertulia, como que nos trasladaban al cumpleaños de la Pocha, en pleno Quito Tenis, donde la Maca y la Juli vacilaron la misma noche con el Juan Esteban, y el Carlos Andrés terminó mamadazo vomitando por el balcón del cuarto de los papás de la Cami. ¿Me cachas? ¡Full focazo!
Y bueno, luego de que la party y el after terminaron en el bar, con uno que otro incidente con una loca que se encargaba de la música (raro, hacían sonar la música desde videos que se descargaban ese rato de Youtube. Hay que ver que su conexión a internet lo permitía casi sin interrupciones), y ya con la conciencia entregada al despiche, alguien dijo por ahí que la fiesta continuaba en la casa de nosequién, y todos menos The Shadow, Paolo y William Isaías, que inteligentemente aprovecharon la invitación del amigo riobambeño para alojarse en su casa, nos fuimos siguiendo una turba embalentonada que en guango reunía como a 20: los holandeses punkis, el paisa latacungueño, nosotros que éramos siete, algunas nuevas amigas holandesas, Peter Pan, unas jóvenes quiteñas que asomaron repentinamente y las perlas tumbaquenses, tan capitalinas, las guaguas.
Caminado por la calle, caminando y tambaleando, llegamos a una casa que resultó ser okupa, otra, donde viven algunos de quienes forman parte del proyecto del bar ACU . Ahí, pasando por un patio que es ahí mismo baño, bodega y parqueadero de bicicletas, nos instalamos en una sala enorme llena de sofás y sillas destartaladas que alguna vez fueron recogidos de las esquinas donde los ricos del barrio amontonan la basura, pero que a otros sirven como lo que son, sofás y sillas gualingas.
El intermedio de ese after party forzado ya resulta borroso, por ahí recuerdo algunos cuerpos tendidos en el suelo y los sofás, una pareja tratando de buscar intimidad en medio del patio de entrada, papeles de enrolar tirados en el piso, las joyas tumbaquenses que no paraban de hablar y un reloj que marcaba las 5h30, hora para que quienes no vivían en Utrecht, se fueran a tomar el tren vía Ámsterdam. Y en eso que asoma, de la nada, Alegría y su embale a 200 por hora. Para mí verla fue como ver aparecer a un Ave Fénix luminoso que llegaba para mostrarnos el camino del bien, o sea, el del descanso, y dirigirnos hacia las camas que estarían reservadas para nuestro hospedaje, pero como más bien se enganchó con lo poco que quedaba de fiesta y no tomaba la iniciativa respecto al tema, yo, ya con el habla trabada y un hilito de dolor sobre el parietal derecho, le digo: Alegría, nos podrías llevar a donde vamos a dormir. Y ella me responde con la sonrisa siniestra de la despreocupación: estamos aquí mismo, si quieres, puedes agarrar este sofá, o ese, o ese…
Ante tal panorama me lancé sobre el que estaba más cerca, uno para dos personas, de modo que quedé con las piernas, de rodillas para abajo, por fuera del sillón y con la cabeza montada en el asientabrazos haciendo un contorsionista ángulo de 90 grados con mi cuello. Al menos Alegría tuvo la gentileza de alcanzarme una manta para cubrirme del frío en esa noche lluviosa. Digo al menos porque hubo quienes se quedaron sin nada, sin colchón y sin cobija. Sin pan ni pedazo. Keanu Rivas alcanzó otro sofá y también tuvo su manta. La Carne Seca se refugió en un sillón esquinero y amaneció doblado en dos, hecho cecina, se diría con propiedad. Pero los pobres guambras de la banda sí que la pasaron mal. Al pobre señor Pozo, tan pelucón él, le tocó amanecer sentado sobre una silla de plástico, como las PIKA de acá, y meter los brazos dentro de su camiseta por las mangas de ésta para masajearse la panza y procurarse algo de calor hasta quedar exhausto y por ende dormido. Pobrecito, solo de recordar la escena me da pena de él. En serio.
El Coqueto, por otro lado de la sala, tan tirado a MacGyver que es, encontró un par de cojines y, en vez de acostarse sobre ellos, ¡se cubrió con ellos para algo algo evitar el frío! Pobrecito también, la verdad que rememorar esas estampas me llena de tristeza. Yo que los quiero tanto.
Y así amanecimos. Por ahí nos fuimos levantando de a uno (bueno, hubo quien se levantó de a dos) y comentando la experiencia recientemente vivida. En un momento, ya con las carcajadas encima, estuvimos todos de pie y a punto de abandonar el squad, cuando caímos en cuenta de que nos faltaba uno, El pequeño poroto. Empezamos a invocarlo y en eso vemos que aparece de un rincón que nadie había advertido. Vivo vivo, había agarrado un mantel blanco de mesa, se había envuelto en él y se había acurrucado en un sofá individual. Por suerte no necesita demasiado espacio.
Cuando lo vimos aparecer envuelto en su mantel blanco, como levitando despacito, creímos que era Orco ataviado para su primera comunión.

1/9/08

Nuestras amigas, las plantas

Si el Coqueto Vélez, con su dominio del lenguaje corporativo y tecnócrata, se pronunciara a respecto de esto, diría con acierto que caímos en un “cuello de botella”. El primero de nuestro andar y el que por suerte sería el único.
De Bruselas debíamos atravesar, una vez más, toda Francia para llegar al sur, hasta un pueblo llamado Olargues, cuya ubicación y hasta su propio nombre los mismos franceses jamás habían escuchado pronunciar, pero nosotros, muy osados, habíamos conseguido una tocada por el festejo de sus fiestas. No nosotros tan directamente, sino un agente francés que trabaja con bandas latinas, entre ellas Karamelo Santo, Panteón Rococó y Desorden Público, quien por medio de un conocido nuestro, otro francés que vive en Quito, nos ubicó en dos conciertos en tierras gabachas. El problema, o cuello de botella, apareció apenas la víspera de este traslado. Recibimos un email de parte de Benoit, el agente francés, en el que hacía alusión a la asunción de parte de la organización del festival en el que participaríamos, de que nosotros llevaríamos nuestro propio backline (amplificadores, batería y percusión latina), aparte de bolsas de dormir para echarnos así nomás en un medio galpón para dormir como bien podamos. ¡Y no pues!, ese no fue el trato ni tampoco las condiciones que uno está dispuesto a aceptar. En primer lugar no viajamos con el equipo de backline, lo cual fue avisado previamente, y tampoco cargábamos bolsas de dormir para guarecernos donde bien nos pongan. No es que andemos extendiendo requerimientos de divos del pop, pero sí es comprensible que exijamos facilitaciones mínimas, entre ellas una cama, un baño limpio y las comidas de rigor mientras dura la estadía en cada lugar. Entonces empezó el lío. Si, como nos propuso Benoit para solucionar el caso, nosotros alquilábamos el backline pagando una cantidad considerable y teniendo que transportarlo de una ciudad a otra, y atravesábamos Francia gastando en gasolina para dos carros tragones y en los peajes más costosos de Europa, además de comida para el trayecto, el ingreso neto producto del pago por el concierto menos todos estos gastos casi casi se reducía a cero, de hecho, según los cálculos pesimistas, terminábamos a pérdida. Así que, luego de varias discusiones telefónicas con Benoit, tras haber soltado distintas ideas, de escuchar y aflojar respuestas y al fin gastarnos 40 euros en teléfono celular hablando solamente con él (cupo que pretendíamos mantener durante toda la gira utilizando el celular solo en casos extremadamente necesarios), la propuesta única y definitiva de nuestra parte fue: ustedes alquilan el backline, nos dan alojamiento en hotel, cena y desayuno para 10 personas, nos pagan lo acordado y nosotros viajamos 16 horas desde Bruselas asumiendo todos los gastos que esto implica. Y en eso quedamos.
Nos embarcamos, entonces, en otro cruce por Francia, por los parajes resecos y a veces pelados que la atraviesan, donde por tramos lo único que se mueve alrededor son las hélices de esos molinos gigantes, como guerreros implacables de la era digital, para producir la energía eólica que mantiene con corriente a buena parte del primer mundo rural. 
De las autopistas con límite 130 de velocidad y estaciones de servicio cada 20 kilómetros nos adentramos en lo más recóndito de lo que ya era parte del sur, asentamientos que no aparecían ni siquiera en el más detallado mapa de la serie Michelin, pero que se nos cruzaron en el camino por necesidad y fortuna. Inmensas y oportunas las dos en el momento más sutil del final de la tarde: estaba yo de asistente de copiloto (la jerarquía iba a así, desde el lugar del conductor en un asiento para tres personas: piloto – copiloto – asistente de copiloto), o sea, en la ventana derecha del Citroen Jumper, en un momento sosegado del trayecto, cuando la música ya no hacía efecto en nuestro ánimo y cada uno de nosotros andaba silencioso, tripeando el ayer y sus inmediatas consecuencias. Iba yo viendo por la ventana, en el tormentoso patín (pues soy bastante ignorante en tales dominios) de adivinar si lo que estaba sembrado en las plantaciones contiguas a la carretera eran lechugas, coles, acelgas o qué mismo. Y en eso, cuando estaba a punto de emitir un veredicto para mí mismo, cambia súbitamente la contextura de ese sembrío plano y la pantalla frente a mis ojos presenta una tupida aglomeración de plantas flacas, verdes y bastante crecidas. En eso, afino yo la vista y me fijo en sus reconocibles hojas, bellas y simétricas, aserradas y puntonas, medio en forma de estrella medio de abanico acuchillado, y en eso pienso:

- ¡Mierda, todo esto es marihuana! Sí, de ley que sí, ¿será? - Y lo saco de mi interior y lo comento con el copiloto, y él que me responde.
- ¿Será?
- Simón.
- A ver, paremos.
- Paremos.

Paramos el carro súbitamente sobre una curva al pie de la carretera, con la emoción y la incredulidad haciéndonos frotar los ojos con las manos apiñadas, y bajo yo a inspeccionar, corriendo. Los del auto pequeño, que siempre va atrás, paran de golpe también y asumen el repentino frenazo como una impostergable urgencia mía para desaguar. Pero al ver que llego y me adentro en la plantación, que hago el check in instantáneo de rigor y que emito un frenético ¡síiiiiiiiiiiiiii!, con la sonrisa más extendida que la de su majestad el Guasón, entienden que la cosa va por otro lado y deciden también bajar y meter mano a la planta.


Al tiempo, autos pasaban al lado, veían nuestro entusiasmo y los ocupantes carcajeaban con algún dejo medio burlón que solo después comprenderíamos, pero que ese rato parecía expresar la mofa del que reprueba con desprecio el que del bufete se lleve uno la comida envuelta en una servilleta y hasta en los bolsillos. En arca abierta el justo peca. “Ve esos roscas cómo acaparan”, parecían decir. Pero nada nos importaba. Y por supuesto que nos la llevamos en los bolsillos. Ni pendejos.


(Feuges es el nombre de la singular localidad, por si acaso)

El camino aún es largo. Es el 10 de agosto y la noche ha llegado, decidimos hacer una parada en Auxerres, a poco del destino de esa noche, una ciudad llamada Nevers, donde dormiríamos una vez más en un Fórmula 1, para al siguiente día retomar la ruta y llegar a Olargues.

En Auxerres quisimos tratarnos bien y nos instalamos en un restaurante con terraza frente al puerto de esa ciudad preciosa.


Nos fuimos de manjares, pedimos platos distintos, boeuf borguignon, jamón caramelizado y steak tártaro, vino blanco y postres típicos. Fue un gran momento, lástima que The Shadow no lo compartió, prefirió ir a ejercer eso que él llama turismo extremo.



Al día siguiente llegamos, luego de tanto andar, a Olargues, ese pueblo desconocido, inmerso en medio de las montañas bajitas del sur, un pueblo medieval, de calles desniveladas y casas derruidas, donde cuando no hay nadie, como a mediados de agosto luego de sus festividades, seguramente el silencio entre sus muros provocará ese sentimiento punzante de la infinita soledad.
Festivaloche se llamaba el evento, tocábamos penúltimos, antes de La Varda (no, no es el nombre de un restaurante), una banda conocida en la zona y que gira bastante por Francia, así que teníamos el compromiso de calentar el ánimo de la gente que andaba enfriándose con la garúa que cayó justo antes de que empezáramos. Las condiciones técnicas estaban bastante cómodas, el punto álgido apareció cuando tuvimos que aceptar alquilar un par de congas que parecían de juguete y ceder a la ambición del aprovechado que nos cobró 150 euros por el chiste. Pero era eso o yo no tocaba, y no iba a aceptar quedarme de espectador luego de semejante travesía.


Nos llegó el turno y a pesar del cansancio que hacía presión en la parte baja de la frente, la matamos, de nuevo. El público se enganchó de a poco y el desenlace fue un desmadre que hacía fuerzas para continuar, pero nosotros ya habíamos cumplido y el resto ya sería asunto de la banda siguiente. Que también mató, ¡vaya sonido y compactación!, se notaba que llevaban años en esto y que ya tienen al público de su lado. Pero lo nuestro fue apoteósico por aquello de la primera vez, por el desconocimiento total de nuestra música y la eventual falta de conexión por los distintos idiomas, y aún así lo logramos. Y bastante bien. Hizo fuerza la llovizna que se mantuvo durante un tiempo. Con las luces del escenario y el vapor de la máquina de humo, la proyección de la vista sobre el público se vuelve casi apocalíptica: agua cayendo en chispitas, humo blanco, luces de colores que explotan y cientos de almas bailando violentamente en círculos. Se siente bien provocar algo de destrucción momentánea.




The Shadow se lució tanto sobre el escenario que al final una dama de al menos 55 años se le acercó y le dijo en francés que estaba “emperrada” con él y que se lo quería llevar, pero él huyó espantado y se refugió en una batucada hippie que ejecutaban unos cuantos miembros de esa comunidad a la que en francés llaman bo-bo, bourgeaois-bohéme: burgués–bohemio; hippie-pelucón. Ahí se guareció con una chica linda que por unos minutos le hizo pensar que sí se puede. Mientras tanto, el resto de nosotros nos acercábamos cada vez más al consumo de un barril de cerveza per capita solo esa noche. Son las licencias del verano.