1/10/08

Agüita e´colonia, yo tengo que beber

(La catedral gótica de Colonia, la única edificación que quedó en pie luego de que un bombardeo de los aliados durante la Segunda Guerra Mundial redujo la ciudad a escombros)

En las fotos de su sitio web el Sonic Ballroom parecía más grande, de ahí las expectativas que nos habíamos creado. El nombre también sonaba entre rimbombante y estrafalario, se me hacía una de las huecas precisas de la ciudad, pero al llegar a Colonia, en Alemania, y darnos cuenta de que nada se ajustaba a su apariencia, me puse a pensar en qué podría pensar un alemán, por ejemplo, si oyera nombrar La Bunga. Pura curiosidad.
La misma dosis: reconocimiento del lugar y lista de carencias y existencias. Para este caso, como en otros pasados en este mismo periplo, el bar no se iba a encargar de conseguir las congas para este servidor pudiera participar, pero en medio trayecto por fortuna escribió al myspace de la banda una chica, en un principio aparentemente ecuatoriana residente allá, que se ofreció a colaborarnos con lo que necesitáramos. Es así que La Carne, ágilmente, le chanta lo de las congas y ella, más sagazmente todavía, las consigue y nos ofrece llevárnoslas al lugar de los hechos para cuando estuviéramos en medio de la prueba de sonido. Y así fue, tal cual, cumplida y puntual, entra la chica por la puerta del bar cuando aún no oscurecía en Alemania, y al enfocar bien yo mi mirada medio nublosa por aquello de la conjuntivitis andina, resulta que me topo de frente con mi amiga Liz Rueda, la misma a quien yo conocí como una estudiante de colegio pelucón en Quito, colombiana de nacimiento, pero (tal vez no debería usar el pero para que lo siguiente no parezca un contrapunto) que ahora vive en una de las ciudades más viejas de Europa, está casada con un alemán, carga guagua bermejo y maneja un Mercedes Benz larguetón. La vida te da sorpresas.
Por lo demás, el bar era bastante pequeño, oscuro, con el piso pringado de un negro seboso de suela e´caucho y un notorio bajo entusiasmo por las ardides de la decoración. Es que el Sonic Ballroom está en la onda punk multicultural-activista-vegetariana-relajo y show, aquella más abierta que cerrada a las propuestas diversas y no de la que solo encaja con los de cresta. Más de la que vacila la actitud antes que la apariencia, incluyendo en ello el ornato del lugar con su rojo opaco en las paredes, el escenario de uno y medio por tres, las botellas de cerveza tiradas en el piso y tras la barra un cantinero que apenas parece sonreir cuando expulsa el humo de su cigarro haciendo un puchero hacia la derecha de la cara. Como Popeye. ¡Ah!, y para él un monitor anciano de televisión que replica lo que pasa sobre el escenario a través de una ojo de águila camuflada entre el cableado eléctrico. Es que el pobre Popeye atiende la barra mirando hacia la calle. ¡Ah!, y la consola de 10 canales colgada sobre la pared frente al escenario. Colgada, en paralelo con la pared, verticalmente, no acostada en horizontal sobre una mesa como se acostumbra entre nosotros los occidentales, y encima a dos metros quince desde el piso, a la altura de un holandés de nueva generación, ni siquiera a la de un alemán promedio, de modo que Keanu Rivas, nuestro ingeniero de sonido tuvo que arreglárselas parado en una silla de latón. Y se las arregló bien, como todos, porque a pesar de que tuvimos que apiñarnos en ese escenario minúsculo nos divertimos como siempre, aunque sin movernos mucho, sin bailarle tanto a la cumbia ni zapatearle mucho al ska, pero como eso del entusiasmo también se transmite con el buen ánimo, el toque preciso y no solo con los movimientos del cuerpo, el público, que llenó la casa, se fue de fiesta con nosotros.



Y entre esas decenas de cabezas resaltaban algunas rubias: una, la de un tipo que desde la barra donde atendía Popeye gritaba algo que sonaba a reclamo iracundo pero que en alemán quería transmitir el goce y el pedido de más, atravesado todo, por supuesto, por unas siete cervezas y una dosis de talco afgano que le pusieron inquieto sobre el taburete, como cuando se está con flojera y se amaga haciéndose uno el que se acomoda. Pero más interesantes eran las melenas blondas de un grupazo de seis o siete muchachonas que al ver anunciada en una revista cultural la agenda del Sonic Ballroom, en la que se incluía la presentación de una banda de “ska latino”, fueron a vernos tocar sin siquiera haber curioseado algo nuestro en la internet, y terminaron departiendo con algunos de nosotros la sobremesa del concierto justo encima de donde fue presentado. Porque, una vez más, como pasó en Amberes, Bélgica, la practicidad de los dueños de este bar les llevó a acondicionar el piso superior al bar con cuartos, baños, sala de estar, cocina y baños para ahí acoger a las bandas que van de paso. Y si están de gira es porque se quedan ahí a dormir. Y si eso es así, es porque las bandas que giran van allá a tocar, y lo hacen porque, a pesar de que no es como muestran las fotos, el bar tiene su gracia, su interés y su nicho dentro de ese mercado amplio, variado e indefinible que, aunque así, para no hacerse líos se reconoce como alternativo. Alternativo Popeye y su gesto arisco al fumar. Alternativo el rubio viejo que andaba con los cable cruzados gritando desde su esquina turbia. Alternativas las muchachonas blondas que tampoco lo eran tanto porque no quisieron alternar sus costumbres habituales (y sus compromisos corrientes) y por eso no accedieron a departir la noche completa con algunos de nosotros y nos dejaron con los churos hechos, especialmente a La Carne, tiesos y abultados, a pesar de haber puesto en juego toda su experiencia en eso que una mente superior, militante-fundadora del Shadismo, alguna vez denominó el germanosexo.




Así, con la noche en tregua, no quedó otra que dormir temprano y semiconscientes para, a la mañana siguiente, salir unas horas a disfrutar de la ciudad donde queda una de las universidades más antiguas de Europa y cuya facultad de Economía es reputada a nivel mundial. (Trivia: ahí estudio el economista Alberto Acosta).

Pd: solo aquí vine a enterarme (al menos yo, porque otros ya lo sabían) que la mismísima agua de colonia (eau de cologne) le debe su nombre y fama a la ciudad donde fue inventada, en realidad como un agua de toilette (eau de toilette), o sea, con tan solo un 5 % de compuestos aromáticos.
Ya decía yo, porqué será que hay tanta publicidad de 4711 en Colonia como de la que dice Elíxir de Jaime Enrique Aymara, en Sangolquí (y eso es en serio, ah, el Cholero tiene su sígueme-sígueme con código del Registro Sanitario y todo. Me contaron las buenas lenguas que Gilmar Gutiérrez está por lanzar el suyo)

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