1/9/08

Nuestras amigas, las plantas

Si el Coqueto Vélez, con su dominio del lenguaje corporativo y tecnócrata, se pronunciara a respecto de esto, diría con acierto que caímos en un “cuello de botella”. El primero de nuestro andar y el que por suerte sería el único.
De Bruselas debíamos atravesar, una vez más, toda Francia para llegar al sur, hasta un pueblo llamado Olargues, cuya ubicación y hasta su propio nombre los mismos franceses jamás habían escuchado pronunciar, pero nosotros, muy osados, habíamos conseguido una tocada por el festejo de sus fiestas. No nosotros tan directamente, sino un agente francés que trabaja con bandas latinas, entre ellas Karamelo Santo, Panteón Rococó y Desorden Público, quien por medio de un conocido nuestro, otro francés que vive en Quito, nos ubicó en dos conciertos en tierras gabachas. El problema, o cuello de botella, apareció apenas la víspera de este traslado. Recibimos un email de parte de Benoit, el agente francés, en el que hacía alusión a la asunción de parte de la organización del festival en el que participaríamos, de que nosotros llevaríamos nuestro propio backline (amplificadores, batería y percusión latina), aparte de bolsas de dormir para echarnos así nomás en un medio galpón para dormir como bien podamos. ¡Y no pues!, ese no fue el trato ni tampoco las condiciones que uno está dispuesto a aceptar. En primer lugar no viajamos con el equipo de backline, lo cual fue avisado previamente, y tampoco cargábamos bolsas de dormir para guarecernos donde bien nos pongan. No es que andemos extendiendo requerimientos de divos del pop, pero sí es comprensible que exijamos facilitaciones mínimas, entre ellas una cama, un baño limpio y las comidas de rigor mientras dura la estadía en cada lugar. Entonces empezó el lío. Si, como nos propuso Benoit para solucionar el caso, nosotros alquilábamos el backline pagando una cantidad considerable y teniendo que transportarlo de una ciudad a otra, y atravesábamos Francia gastando en gasolina para dos carros tragones y en los peajes más costosos de Europa, además de comida para el trayecto, el ingreso neto producto del pago por el concierto menos todos estos gastos casi casi se reducía a cero, de hecho, según los cálculos pesimistas, terminábamos a pérdida. Así que, luego de varias discusiones telefónicas con Benoit, tras haber soltado distintas ideas, de escuchar y aflojar respuestas y al fin gastarnos 40 euros en teléfono celular hablando solamente con él (cupo que pretendíamos mantener durante toda la gira utilizando el celular solo en casos extremadamente necesarios), la propuesta única y definitiva de nuestra parte fue: ustedes alquilan el backline, nos dan alojamiento en hotel, cena y desayuno para 10 personas, nos pagan lo acordado y nosotros viajamos 16 horas desde Bruselas asumiendo todos los gastos que esto implica. Y en eso quedamos.
Nos embarcamos, entonces, en otro cruce por Francia, por los parajes resecos y a veces pelados que la atraviesan, donde por tramos lo único que se mueve alrededor son las hélices de esos molinos gigantes, como guerreros implacables de la era digital, para producir la energía eólica que mantiene con corriente a buena parte del primer mundo rural. 
De las autopistas con límite 130 de velocidad y estaciones de servicio cada 20 kilómetros nos adentramos en lo más recóndito de lo que ya era parte del sur, asentamientos que no aparecían ni siquiera en el más detallado mapa de la serie Michelin, pero que se nos cruzaron en el camino por necesidad y fortuna. Inmensas y oportunas las dos en el momento más sutil del final de la tarde: estaba yo de asistente de copiloto (la jerarquía iba a así, desde el lugar del conductor en un asiento para tres personas: piloto – copiloto – asistente de copiloto), o sea, en la ventana derecha del Citroen Jumper, en un momento sosegado del trayecto, cuando la música ya no hacía efecto en nuestro ánimo y cada uno de nosotros andaba silencioso, tripeando el ayer y sus inmediatas consecuencias. Iba yo viendo por la ventana, en el tormentoso patín (pues soy bastante ignorante en tales dominios) de adivinar si lo que estaba sembrado en las plantaciones contiguas a la carretera eran lechugas, coles, acelgas o qué mismo. Y en eso, cuando estaba a punto de emitir un veredicto para mí mismo, cambia súbitamente la contextura de ese sembrío plano y la pantalla frente a mis ojos presenta una tupida aglomeración de plantas flacas, verdes y bastante crecidas. En eso, afino yo la vista y me fijo en sus reconocibles hojas, bellas y simétricas, aserradas y puntonas, medio en forma de estrella medio de abanico acuchillado, y en eso pienso:

- ¡Mierda, todo esto es marihuana! Sí, de ley que sí, ¿será? - Y lo saco de mi interior y lo comento con el copiloto, y él que me responde.
- ¿Será?
- Simón.
- A ver, paremos.
- Paremos.

Paramos el carro súbitamente sobre una curva al pie de la carretera, con la emoción y la incredulidad haciéndonos frotar los ojos con las manos apiñadas, y bajo yo a inspeccionar, corriendo. Los del auto pequeño, que siempre va atrás, paran de golpe también y asumen el repentino frenazo como una impostergable urgencia mía para desaguar. Pero al ver que llego y me adentro en la plantación, que hago el check in instantáneo de rigor y que emito un frenético ¡síiiiiiiiiiiiiii!, con la sonrisa más extendida que la de su majestad el Guasón, entienden que la cosa va por otro lado y deciden también bajar y meter mano a la planta.


Al tiempo, autos pasaban al lado, veían nuestro entusiasmo y los ocupantes carcajeaban con algún dejo medio burlón que solo después comprenderíamos, pero que ese rato parecía expresar la mofa del que reprueba con desprecio el que del bufete se lleve uno la comida envuelta en una servilleta y hasta en los bolsillos. En arca abierta el justo peca. “Ve esos roscas cómo acaparan”, parecían decir. Pero nada nos importaba. Y por supuesto que nos la llevamos en los bolsillos. Ni pendejos.


(Feuges es el nombre de la singular localidad, por si acaso)

El camino aún es largo. Es el 10 de agosto y la noche ha llegado, decidimos hacer una parada en Auxerres, a poco del destino de esa noche, una ciudad llamada Nevers, donde dormiríamos una vez más en un Fórmula 1, para al siguiente día retomar la ruta y llegar a Olargues.

En Auxerres quisimos tratarnos bien y nos instalamos en un restaurante con terraza frente al puerto de esa ciudad preciosa.


Nos fuimos de manjares, pedimos platos distintos, boeuf borguignon, jamón caramelizado y steak tártaro, vino blanco y postres típicos. Fue un gran momento, lástima que The Shadow no lo compartió, prefirió ir a ejercer eso que él llama turismo extremo.



Al día siguiente llegamos, luego de tanto andar, a Olargues, ese pueblo desconocido, inmerso en medio de las montañas bajitas del sur, un pueblo medieval, de calles desniveladas y casas derruidas, donde cuando no hay nadie, como a mediados de agosto luego de sus festividades, seguramente el silencio entre sus muros provocará ese sentimiento punzante de la infinita soledad.
Festivaloche se llamaba el evento, tocábamos penúltimos, antes de La Varda (no, no es el nombre de un restaurante), una banda conocida en la zona y que gira bastante por Francia, así que teníamos el compromiso de calentar el ánimo de la gente que andaba enfriándose con la garúa que cayó justo antes de que empezáramos. Las condiciones técnicas estaban bastante cómodas, el punto álgido apareció cuando tuvimos que aceptar alquilar un par de congas que parecían de juguete y ceder a la ambición del aprovechado que nos cobró 150 euros por el chiste. Pero era eso o yo no tocaba, y no iba a aceptar quedarme de espectador luego de semejante travesía.


Nos llegó el turno y a pesar del cansancio que hacía presión en la parte baja de la frente, la matamos, de nuevo. El público se enganchó de a poco y el desenlace fue un desmadre que hacía fuerzas para continuar, pero nosotros ya habíamos cumplido y el resto ya sería asunto de la banda siguiente. Que también mató, ¡vaya sonido y compactación!, se notaba que llevaban años en esto y que ya tienen al público de su lado. Pero lo nuestro fue apoteósico por aquello de la primera vez, por el desconocimiento total de nuestra música y la eventual falta de conexión por los distintos idiomas, y aún así lo logramos. Y bastante bien. Hizo fuerza la llovizna que se mantuvo durante un tiempo. Con las luces del escenario y el vapor de la máquina de humo, la proyección de la vista sobre el público se vuelve casi apocalíptica: agua cayendo en chispitas, humo blanco, luces de colores que explotan y cientos de almas bailando violentamente en círculos. Se siente bien provocar algo de destrucción momentánea.




The Shadow se lució tanto sobre el escenario que al final una dama de al menos 55 años se le acercó y le dijo en francés que estaba “emperrada” con él y que se lo quería llevar, pero él huyó espantado y se refugió en una batucada hippie que ejecutaban unos cuantos miembros de esa comunidad a la que en francés llaman bo-bo, bourgeaois-bohéme: burgués–bohemio; hippie-pelucón. Ahí se guareció con una chica linda que por unos minutos le hizo pensar que sí se puede. Mientras tanto, el resto de nosotros nos acercábamos cada vez más al consumo de un barril de cerveza per capita solo esa noche. Son las licencias del verano.

3 comentarios:

aLeJo dijo...

Foto de los campos de hierba urgente!!!!

radicaLibre dijo...

Que trip tan fabuloso! por un momento se me pasó una imagen de la película The Beach por la cabeza. Son una mákina rocola!!!

Giorgio dijo...

Ke elegancia.... de cierta manera los detesto, han cumplido mis sueños JOJOJO