29/8/08

La Rocola en un micromundo antillano


Por fortuna el siguiente trayecto fue corto. A esas alturas los traslados largos ya empezaban a encorvar la espalda. De Antwerpen fuimos hacia Hoogstraten (pronunciada con un acento de alargamiento sobre las dos “o”, lo que le da al nombre una fonética dura, áspera, precisa para poner en riesgo nuestra falta de costumbre para aplicar distintos acentos a las vocales que nos parecen siempre iguales), un pueblito de granjas y jardines perfectos en el rincón de Bélgica que en cuestión de cuadras se convierte en Holanda. Era el primer festival de gran envergadura al que asistiríamos, el Antilliaanse Feesten, un encuentro de músicas del Caribe y las Antillas: salsa, cumbia, soca, bachata, vallenato, y lo nuestro, un champús posmoderno de todo y más.
El cartel incluía a los cubanos Manolito y su trabuco, ¡qué señora banda!; a Chichi Peralta, más bien turro el veterano; a los colombianos de Son de Cali y El binomio de oro, salsa y vallenato cortavenas, como para partirse el alma con el aguardiente que por esas tierras no se encuentra ni en la imaginación: la cerveza y los mojitos de 7 euros lo acaparan todo. El seco con yapa eran Wisin y Yandel, pero el dúo perreador canceló en la víspera y los colorados de Hoogstraten se quedaron con ganas de dembow.



Nuestra entrada al festival fue curiosa, al director le hicimos ver (porque miró el video dirigido por Sebastián Cordeo) el único tema que algo tiene de salsa, Condominio de Cartón, y le pareció suficiente para incluirnos en el programa. Suerte la nuestra, éramos lo más distinto a la corriente sabrosona que atrajo esa tarde a miles de europeos y latinos residentes en Bélgica y Holanda, mayoritariamente, pero lo hicimos bien, abrimos el festival en el escenario más pequeño de los tres, una carpa grande con mesas como de cafetería del Oeste vaquero a los lados, una pista de baile amplia al medio, y un Dj a las espaldas del escenario principal, que animaba los intermedios.
La primera impresión fue de eso, de impresión. A nosotros, que ya habíamos estado en el Rock al Parque, donde las cosas de la estructura parecen más grandes de lo que son, la producción de este festival nos pareció inmensa. Armada en una granja enorme con corrales para animalitos, el Antilliaanse incluía tres escenarios, uno grande, otro mediano y un pequeño, varias salas de baile con Dj de distintos géneros latinos, entre los que predominaban el reguetón, el dancehall y esa explosiva rumba antillana que es la soca, tan acelerada, vertiginosa y desconocida por acá. Había, además, un patio inmenso con puestos de comida del mundo entero, entre ellos uno de Ecuador, donde los paisanos, venidos desde Bruselas, que no se dedicaban al negocio de la comida, improvisaron con buen nivel un menú con fritada y llapingachos, tortillas con chorizo y arroz con pollo, el clásico con harto achiote (llevado desde Quito por un familiar de ellos), pero hervido en cacerola para paella, y pusieron a hacer filas largas hasta a los inspectores de sanidad que iban registrando los permisos de funcionamiento de los kioskos.


Por otro lado había bares con secciones exclusivas para la venta de cerveza y otras para el expendio de cócteles varios; una zona de juego para los infantes, y una de camping para los que se mandaron el fin de semana completo: 55 euros la entrada con derecho a camping, en realidad, un precio bastante cómodo para los que se acostumbran en festivales de calibre semejante.
Y bueno, más allá de la imponente estructura, como la del monumento a Cristóbal Colón, en Barcelona, que a The Shadow le provocó la intermitente -y como aplicada con delay- evocación de un ¡imponente¡, ¡imponente…e…e¡, la fiesta musical fue gigante. La nuestra, con algo de diferencia con respecto al resto de exponentes, por lo de las guitarras distorsionadas y los gusanitos de Pujilí que no provocan precisamente rumba sino algo de mosh entre los más jóvenes de la audiencia, y la del resto, por lo espectacular de las orquestas, la producción de la puesta en escena y la descarga de sabor en el baile. Había que ver a los europeos quebrando cadera, algunos con más swing que otros, pero todos con gusto, sin que importase la simetría en los pasos sino las ínfulas de fiesta eterna, que no lo fue tanto pero sí lo suficiente. A las 6 de la mañana terminó ese primer día de festival con algo de salsa colombiana. Algunos cadáveres de la noche yacían tendidos en la grama, y otros, a tientas alcanzaban a llegar a sus carpas. Nosotros, medio cadáveres medio zombis, agarramos nuestros tereques y nos fuimos hacia el hotel, al ladito nomás, en Berda, Holanda, con el gusto de la conquista en el paladar y sobre él el amargo de unos cuantos mojitos.




Nos esperaba el mejor hospedaje de la gira, cuatro estrellas de verdad, lástima que lo ocupáramos tan solo durante cuatro horas de descanso. A las 12 en punto, la dama de recepción nos invitó gentilmente a abandonar el hotel. Lagañosos, tuvimos que partir de nuevo. Por fortuna alguien llevó nos cuantos Finalín.

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